Nicholas Roerich © Nevoeiro nas Montanhas (1930)
Eduardo Galeano escribió: «La utopía está en el horizonte. Camino
dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar». El andante
por antonomasia, Don Quijote, es también la encarnación paradigmática de la
utopía. «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho», decía el
sentencioso Caballero de la Triste Figura. Leer es una forma de caminar y
caminar, una forma de ler. Como escribe Juan Marqués, «al menos desde que
Alejandro Magno se iba a sus conquistas con los textos de Aristóteles como
parte imprescindible de su impedimenta, la lectura nunca ha sido incompatible con
la aventura, con el movimento, con la errancia»; y «aquellos para quienes ler y
caminar son dos imperativos irrenunciables y constitutivos sabemos que están esencialmente
relacionados, hermanados en cuanto son dos modos elementales de intentar rastrear
alguna verdade o por lo menos alguna pista, de sumergirse en la realidad para
encontrar alguna certeza o merecer alguna explicación».
Pero caminar no es solo movimento: también detención. Caminar es la
suma, la mezcla, la hibridación, de andar y de pararse. Giuseppe Mazzoti
hablaba de «El error de la prisa» en su Introducción a la montaña, un
manual que – como recuerda Eduardo Martínez de Pisón – «manejábamos con devoción
los escaladores españoles desde 1952» y que exploraba todos los significados de
la montaña, del educativo al científico pasando por el deportivo o el estético.
Quien pierde tiempo, gana espácio. Y es el deternerse una vindicación
revolucionaria en estos años en que, como explica Ramón del Castillo, «una de
las máximas que rigen la vida en los espácios de ocio es esta: no prohibir el movimento,
sino prohibir la pausa», «el ocio ya no sirve para matar el tiempo o
para olvidarse de él, sino para intensificarlo y multiplicarlo ifinitamente» y «los
jardines y parques se an convertido en áreas de entretenimento y en campos de
entrenamiento, en ‘campos de vida’ regidos por un mandamiento indiscutible: “Debes
ser activo”».
Caminar apacigua – afirmaba outro utópico,
Régis Debray – «el tormento de lo efímero (…)». No es casualidade que
casi todas las religiones, al fin y al cabo búsquedas de lo eterno, incorporen
a sus teologías una determinada idea de camino e incluso caminos propriamente
dichos: las peregrinaciones grandes o pequeñas (por ejemplo, un viacrucis).
Algunas religiones se conceptúan de hecho a sí mismas, de modo general, como un
camino. Así el budismo, que cimento su éxito en predicar una idea de lo sagrado
como proceso más que como objectivo. Alla donde el nuevo conjunto de creencias
pregonado por Siddharta Gautama se extendía, iba delineándose un mapa de espácios
sagrados y caminos de peregrinaje, pero sacralizando más los caminos en sí que
los santuarios. El peregrinaje es para el budismo un ejercicio de re-nascimiento,
de re-creación y de transformación mágica; una
exteriorización simbólica de un viaje interior: el peregrino, en cuanto da el
primer paso de su viaje, se convierte en un forasteio, en alguien de otro mundo,
y cuanto más lejos de su casa llega, más se aproxima al reino de lo divino.
Para cuando alcanza el santuario, se ha convertido en un nómada desgajado de
los anclajes espaciales y temporales que encorsetan su cotiadinidad en su
hogar. En japonés, la palabra para caminar es la misma que designa la
práctica budista, de tal manera que creyente sinonima com caminante.
Mu yen esa línea, Leslie Stephen escribía de los Alpes que «desde el preciso
instante en el que el viajero vislumbra, encaramado a las terrazas calizas del
macizo del Jura, la larga formación de picos, del Mont Blanc al Wetterhorn,
hasta que penetra en los rincones más íntimos de esta cadena montañosa, va atravesando
una serie de sueños concéntricos; cada nueva visión es la entrada a un mundo
más alla que esa misma visión encierra en su seno, más etéreo todavía, más
solemne». Más indescriptible también. «No sabría dar a usted una idea justa
de este mundo nuevo, ni expresar la permanencia de los montes en una llengua de
las llanuras», hace decir Senancour a su Obermann cuando, en la
novela del mismo título, este ascende a la región de la «nieve congelada, que
jamás han deshelado los veranos».
[CUETO, 2019: 139-141]
Salvador Dali © Don Quixote (1971)
REFERÊNCIA BIBLIOGRÁFICA
CUETO, Pablo Batalla. La virtude en la montaña – Vindicación de un
alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista. Gijón (Asturias): Ediciones
Trea, 2019, pp. 344. ISBN 978-84-17987-8
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