terça-feira, 21 de janeiro de 2020

A t(r)opia do caminho


Nicholas Roerich © Nevoeiro nas Montanhas (1930)

Eduardo Galeano escribió: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar». El andante por antonomasia, Don Quijote, es también la encarnación paradigmática de la utopía. «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho», decía el sentencioso Caballero de la Triste Figura. Leer es una forma de caminar y caminar, una forma de ler. Como escribe Juan Marqués, «al menos desde que Alejandro Magno se iba a sus conquistas con los textos de Aristóteles como parte imprescindible de su impedimenta, la lectura nunca ha sido incompatible con la aventura, con el movimento, con la errancia»; y «aquellos para quienes ler y caminar son dos imperativos irrenunciables y constitutivos sabemos que están esencialmente relacionados, hermanados en cuanto son dos modos elementales de intentar rastrear alguna verdade o por lo menos alguna pista, de sumergirse en la realidad para encontrar alguna certeza o merecer alguna explicación».
Pero caminar no es solo movimento: también detención. Caminar es la suma, la mezcla, la hibridación, de andar y de pararse. Giuseppe Mazzoti hablaba de «El error de la prisa» en su Introducción a la montaña, un manual que – como recuerda Eduardo Martínez de Pisón – «manejábamos con devoción los escaladores españoles desde 1952» y que exploraba todos los significados de la montaña, del educativo al científico pasando por el deportivo o el estético. Quien pierde tiempo, gana espácio. Y es el deternerse una vindicación revolucionaria en estos años en que, como explica Ramón del Castillo, «una de las máximas que rigen la vida en los espácios de ocio es esta: no prohibir el movimento, sino prohibir la pausa», «el ocio ya no sirve para matar el tiempo o para olvidarse de él, sino para intensificarlo y multiplicarlo ifinitamente» y «los jardines y parques se an convertido en áreas de entretenimento y en campos de entrenamiento, en ‘campos de vida’ regidos por un mandamiento indiscutible: “Debes ser activo”».
Caminar apacigua – afirmaba outro utópico, Régis Debray – «el tormento de lo efímero (…)». No es casualidade que casi todas las religiones, al fin y al cabo búsquedas de lo eterno, incorporen a sus teologías una determinada idea de camino e incluso caminos propriamente dichos: las peregrinaciones grandes o pequeñas (por ejemplo, un viacrucis). Algunas religiones se conceptúan de hecho a sí mismas, de modo general, como un camino. Así el budismo, que cimento su éxito en predicar una idea de lo sagrado como proceso más que como objectivo. Alla donde el nuevo conjunto de creencias pregonado por Siddharta Gautama se extendía, iba delineándose un mapa de espácios sagrados y caminos de peregrinaje, pero sacralizando más los caminos en sí que los santuarios. El peregrinaje es para el budismo un ejercicio de re-nascimiento, de re-creación y de transformación mágica; una exteriorización simbólica de un viaje interior: el peregrino, en cuanto da el primer paso de su viaje, se convierte en un forasteio, en alguien de otro mundo, y cuanto más lejos de su casa llega, más se aproxima al reino de lo divino. Para cuando alcanza el santuario, se ha convertido en un nómada desgajado de los anclajes espaciales y temporales que encorsetan su cotiadinidad en su hogar. En japonés, la palabra para caminar es la misma que designa la práctica budista, de tal manera que creyente sinonima com caminante. Mu yen esa línea, Leslie Stephen escribía de los Alpes que «desde el preciso instante en el que el viajero vislumbra, encaramado a las terrazas calizas del macizo del Jura, la larga formación de picos, del Mont Blanc al Wetterhorn, hasta que penetra en los rincones más íntimos de esta cadena montañosa, va atravesando una serie de sueños concéntricos; cada nueva visión es la entrada a un mundo más alla que esa misma visión encierra en su seno, más etéreo todavía, más solemne». Más indescriptible también. «No sabría dar a usted una idea justa de este mundo nuevo, ni expresar la permanencia de los montes en una llengua de las llanuras», hace decir Senancour a su Obermann cuando, en la novela del mismo título, este ascende a la región de la «nieve congelada, que jamás han deshelado los veranos».
[CUETO, 2019: 139-141]

Salvador Dali © Don Quixote (1971)


REFERÊNCIA BIBLIOGRÁFICA
CUETO, Pablo Batalla. La virtude en la montaña – Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista. Gijón (Asturias): Ediciones Trea, 2019, pp. 344. ISBN 978-84-17987-8